Beyond Sherk de Andrés Murillo // Marzo, 2024

Del 9 al 24 de Marzo la exposición Beyond Sherk de Andrés Murillo va a estar en Sendero (Barrio Escalante). Esta muestra está compuesta de 3 salas y se presenta como una experiencia inmersiva, afín o análoga a Beyond Van Gogh. Este texto recopila una serie de impresiones provenientes del preludio a la visita (conversaciones por WA e intrigas de redes sociales), la visita (viernes 15 de marzo a las 6:30 pm), y la post (3 aguas tónicas en el Acapulco con amigues).

El trabajo de Andrés Murillo generalmente remite a la cultura del meme, una afirmación que a todos nos aludirá a algo específico y personal, pero que si nos detenemos en ello resulta una declaración bastante vaga y amplia. Entonces, ¿qué decimos cuando decimos que el trabajo de Andrés Murillo remite al meme? Para responder esto voy a tomar un desvío que me proteja, no de dañar mi relación con personas de mi medio artístico/social, sino de realizar afirmaciones vacuas y sobrantes.

El contexto actual del arte visual presenta una tensión entre la inutilidad del arte y la exclusividad del arte, ambos vectores que ubican al o la artista en una posición de gran confusión si las problemáticas coyunturales (ecológicas, democráticas, económicas) y algún tipo de consciencia social existen en elles. Con esto lo que quiero decir es que justificar nuestro trabajo artístico se ve interpelado por urgencias mayores, por lo menos desde el parámetro práctico, que la representación de universos interiores y el afán de tender puentes de conversación entre los mismos, del o la artista a les espectadores (y viceversa).

Hago esta introducción a mis perspectivas del contexto de creación, o por lo menos de exhibición, de les artistas para plantear por qué creo que el meme resulta un área de enfoque atractiva para algunas personas.

La cultura, palabra de amplio rango, nos une, lo queramos o no. Somos partícipes de un tejido que en algunas secciones es sumamente problemático y en otras denota una naturaleza fractal y virtuosa. Son nuestras fijaciones, nuestro balance mental, qué tan bien nos relacionamos con nuestros pensamientos intrusivos, lo que definirá nuestra posición respecto a si la cultura está en crisis o más bien se comporta estable y consistente. Somos depositados, surgimos o explotamos, en una cultura definida (global, regional, local, psicológica, velada o expuesta) sin nuestro consentimiento. Creo que esto aparece cada vez más en las crisis de identidad propias y de nuestros pares. Lo cual tiene sentido y me quiero comportar empático respecto a las experiencias de les demás, por que quién no se ha sentido perturbado por la historia de violencia de las naciones, por las desgracias constantes que provienen de la corrupción y la avaricia, por los abusos sistémicos a abuelas, madres, hermanas, hijas y nietas, por la exclusión de personas que divergen de ideas arbitrarias de homogeneidad, por la mano que borra e insiste en seguir borrando la memoria y presencia de los pueblos que nos preceden. Todo esto es parte de nuestra identidad, porque nuestra identidad también es tiempo y desprendernos del tiempo resulta una tarea en el mejor de los casos desmesuradamente ardua y en el peor abiertamente inútil.

Pero bueno, Juanjo, y el meme qué? Es cierto, ¿de qué forma la cultura, el meme, las pseudo crisis que guían este texto, se cruzan? Lo que señala mi criterio para responder esta pregunta es que existe una frustración cada vez menos compacta que rige la experiencia de todes. Desde multimillonarios a habitantes de la calle, desde gente de U privada a gente de U pública, desde saprissistas, manudos, heredianos, cartagineses (hasta de guanacasteca), de personas que piensan que la Cali es una mierda y de personas que van a la Cali. Hasta les hippies, los que considero true y los que son puro aestetic, sus compulsiones están regidas por la tensión de la frustración.

Genero este catálogo inacabado para plantear que cualquier disección de la sociedad que queramos hacer solo presentará dos bandos formalmente distintos pero que están atravesados por una frustración en común que se expande y va abarcando nuevas facetas. Sin miedo a errar podríamos denotar esto una manifestación del contexto económico, uno que ha perdido la satisfacción como concepto, donde la avaricia toma control de la dopamina y en su gesto monopolístico y miope pierde de perspectiva la razón por la cual actuar y ser. Esto le habla a la población más acomodada, cualquiera que no viva preocupada por dónde dormirá hoy o la próxima semana o en un mes. Pero aquellos que viven condiciones más hostiles (explotación laboral, carencia de oportunidades laborales, condiciones genéticas que impiden el desempeño laboral) también crecen en frustración, no solo de una vida digna y una cotidianidad agradable sino del brotar, prosperar, que es elemental de la condición humana. Con esto lo que quiero señalar es que vivimos tanto el agotamiento por la carencia económica como la tensión por la carencia de realización personal.

Es acá, en este último punto, donde la preocupación actual del arte manifiesta la conversación sobre el meme a la que apunto. Los símbolos, los conceptos, los sentidos, han sido vaciados, esto no es una idea ni nueva ni original. Los conceptos y sentidos hoy en día cumplen funciones solo a corto plazo, como las sustancias que usamos todos los días para anestesiarnos. No proveen material sustentable, sostenible, que aporte o invierta en ideas del futuro. Esta ruptura con la idea del progreso no es algo que yo desee rechazar, que nos deba generar arrepentimiento, pero sí debemos considerar que hemos dejado solo un cascarón de algo que fue urgente y nos acompañó por mucho tiempo. Algo que se perdió o que quizás murió al no continuar con su proceso de cambio. Solo lo muerto no cambia.

De ahí retomamos a la pregunta ¿por qué recurrir al meme? Nosotres, quienes los disfrutamos y elles, les que los crean. Porque al igual que los iPhones y las Jordans, casi nunca nos detenemos a pensar en quienes los manufacturan. ¿Qué nos intentan decir con los memes les hijes del internet? Yo opino que se aferran a la representacíón sin error, a la afirmación blindada, a una autoestima resguardada a través de la parodia, una mezcla entre cinismo performático y apatía crónica.

Me inclino por llamar esto un fenómeno reciente, de las últimas décadas, pero puede que me equivoque. Pienso que al verse la masculinidad y su fragilidad cada vez más acorralada, fuera de la caduca dictadura de la “razón” (una definición que cambia a conveniencia del patriarcado y las convenciones) la duda no logra entrar en vigencia y se mantiene como un tabú, así que el cinismo adolescente y la misantropía se vuelven el fertilizante de identidades y criterios de niños que nunca llegarán a crecer. Así son nuestros hermanos mayores, así algunos de nuestros padres. Restringidos, alienados, atados a criterios que no legitiman el no saber, el equivocarse, personas que cargan traumas violentos que no se sanarán, por no querer o no poder, que en su caso son lo mismo. Y si bien trazo todo desde la masculinidad, esta perspectiva se le ha insertado a todas las personas, hombres, mujeres y demás, todes han sido corrompidos en alguna medida por el virus de la razón sesgada, la razón a conveniencia de nuestro ego y prestigio social.

Es así como el humor de internet, la democracia anónima de lo viral, los espacios de reunión tanto abiertos como clandestinos, permiten que la población más vulnerable y alienada, donde azota la epidemia de soledad, esa que permea a los hombres jóvenes de toda clase, país y raza, expulse una nueva filosofía que no se nombra explicitamente pero que se basa en el rechazo disimulado de la fragilidad, de la vulnerabilidad, de la sinceridad, de la sensibilidad, de la femineidad. Esto es cultura del internet, no solo el meme que surge a la superficie colectiva donde flotamos tranquis, sino también la violencia reprimida y solo actuada desde la imaginación, desde los planos ideales, desde la farsa y la parodia.

Abordando la exposición en sí, en específico la tercer sala, la que se ajusta más a mi expectativa de la exposición, alineada con otros trabajos de Murillo que he visto y sobre los que he reflexionado. Pienso que es en la que encontramos el meme en su forma más convencional, solo que trasladada a un formato de arte legítimo. Es decir, pinturas de grandes y pequeños formatos, desplegando una técnica no necesariamente extraordinaria pero sí estudiada, trabajada y con talento y afinidad por el replicar, el mimetizar aspectos clave de la historia del arte. Murillo es talentoso y lleva su talento a una casa extraña y delirante de la que nos hace partícipes. Pero es quizás en lo que no está dicho, ni por el artista ni por las obras, lo que realmente me cautiva lo suficiente como para decidir insertarme en la conversación.

Esta tercera habitación es en cierta forma una muestra del avance logrado respecto al tipo de trabajo que Murillo ya venía haciendo, donde su ojo ya no solo se deposita en lo extraño y aberrante, sino que intenta jugar con ello, buscando en los detalles inusitados de la cultura visual contemporánea un vacío estético que rellenará, o hará el amago de rellenarlo, a través de los códigos de la historia del arte y la estética contemporánea de los museos y las exposiciones. Es en esta dinámica entre referencia artística y fast food visual donde yace su discurso, pero más que eso es donde decide acampar y desplegar meses (o quizás años) de su tiempo a ver qué figuras, qué seres emergen para acompañarlo. Seres que él sacará de ese territorio mental y traerá de vuelta a la realidad compartida con nosotres. Una maldición inversa a la del arte añejo, habituado y masivo de propuestas como Beyond Van Gogh, como él critica en la primera sala de la exposición. Ésta, la más pequeña pero que da nombre a la exposición, es un poco disonante conceptualmente, o en mi perspectiva tiñe excesivamente a la propuesta. Acá lo que vemos no es un rechazo al pintor en sí, sino a la cultura compuesta de personas que le dan el soporte a experiencias artísticas comerciales. No es de mi interés rechazar la crítica que el artista desea plantear, pero sí me parece que tiende a caer en una tendencia superficial y generalizadora, e incluso abiertamente contradictoria, el plantear que el arte como experiencia masiva es en alguna medida menos sincera que los espacios under y deslucidos que usualmente frecuentamos para tener acceso a arte emergente.

De esta manera ya abordé el primer y tercer espacio de la exposición. El segundo pone sobre la mesa un aspecto que resultó o puede resultar un poco más problemático y en grandes rasgos lo que motiva que este texto exista, ya que fue un espacio que afectó sensibilidades, algunas fáciles de comprender y con las cuales empatizar y otras que se entregaron directamente a procesos cancelatorios y policiales. Nuevamente, no es mi lugar juzgar la validez o legitimidad de dichas críticas, mi interés acá es ver la exposición y sus obras como elemento cultural de un zeitgeist mundial y un patrón psicoemocional que es compartido, lo queramos o no.

La violencia como elemento narrativo es prácticamente inherente tanto a los videojuegos como a la poesía épica antigua, es decir existe en toda la tradición narrativa. Generalmente esta surge como parte de un conflicto, ya sea su detonante o su resultado, pero en el caso de lo presentado o sugerido a través del cortometraje animado que inspira a la segunda habitación, la violencia es un concepto humorístico y de voyeurismo semiótico. Explicar el lugar de la violencia en nuestro contexto actual o en la historia de la cultura humana requeriría mucho más tiempo, estudio y espacio del que creo que corresponde a este texto, así que haré un salto a lo que quiero plantear. La violencia dentro de las juventudes masculinas es una gran pregunta ya que es socialmente condenada a la vez que resulta estimulada y propiciada por la mayoría de espacios en los que se convive. La resolución no violenta de conflictos es sumamente escasa en los procesos formativos y pedagógicos, ya sea desde el hogar, la educación formal, las relaciones interpersonales o de pareja. Ya que la violencia es a la vez normalizada como cuestionada, la deconstrucción lógica de la misma no es satisfactoria, haciéndolo esto un elemento más de frustración o sumamente afín a la misma. Creo que hay una lectura existencial también a la hora de ver cómo la violencia rige tantos elementos de la experiencia humana a la vez que intentamos erradicarla, discursiva o simbólicamente. En este aspecto creo que la juventud en su afán de rebelión reinterpreta la misma y la lleva a un lugar humorístico, satírico, que permita procesar desde un espacio controlado o de menor vulnerabilidad.

La violación por décadas ha sido parte de la jerga e imaginario de la competencia entre hombres y cómo ésta es reinterpretada en la era de la postverdad resulta algo que deberíamos detenernos un poco más. Aspectos tan radicalmente dañinos y problemáticos no pueden ser abordados desde la apatía, ni subestimados por aquelles que hemos vivido alejados de experiencias de vida así de violentas. Esto más que un llamado moral a la forma de hacer arte, es una solicitud de una pausa a la hora de ser médiums del zeitgeist de nuestros tiempos, un poco más de contemplación y deconstrucción de la diferencia que yace en nuestra sensibilidad y la de les demás. No sé qué se puede ganar de ello, pero creo que lo que se pierda sería muy poco.

No sé si está de más señalar que el concenso de un chiquito de 9 años a tener sexo no es válido, como se presenta en la animación (originaria de un copy pasta surgido en 4chan hace 15 años). Y creo que reducir a que tan solo es un chiste, no es tampoco satisfactorio como explicación de su vigencia o lugar en nuestra sociedad, nuestra psique o nuestra convivencia con sensibilidades no forjadas en el fuego del vivir crónicamente en línea. Igualmente no me parece acertado reducir el tema de trabajo de Andrés Murillo a una fantasía de violación caricaturezca y extraña, procedente de un rincón desterrado del internet. Es deshonesto y malintencionado no percibir que el acercamiento de Andrés Murillo es otro, uno que quizás tiene más que ver con la antiestética proveniente de la animación digital emergente y el trabajo con herramientas virtuales por parte de personas no entrenadas o abiertamente desinteresadas de formar parte de cánones visuales dominados y propagados por Pixar y afines.

Creo que en este espacio, procedente de esta animación (y copypasta) había mucho que desempacar y conversar, pero ni Murillo discurre al respecto ni sus “detractores” se toman la conversación con importancia más allá que un velado o expuesto llamado a la cancelación y el rechazo. Creo que es una oportunidad que se pierde de establecer algún puente entre experiencia y conocimiento, algo que siempre es muy rico de ver manifiesto en una sociedad cada vez más aislada y determinada por contenido generado anónimamente, esto desde el sentido en el que no sabemos prácticamente nada de quien produce el contenido que consumimos a través de algoritmos y el deambular en redes.

Pienso también que el rato que he disfrutado de escribir este texto, las reflexiones que me forzó a definir y las posibles futuras conversaciones con compas y desconocides que puedan ocurrir sí son gracias a la reflexión incompleta de Andrés Murillo y a los posteos iracundos y violentos en redes sociales de sus posibles detractores, así que les agradezco por ser parte de lo que compone el gran rango de lo que somos, algo que percibo sin bandos, más como un espectro diverso pero no divorciado, conectado de una manera más personal e importante que lo que muchas veces queramos reconocer.

Acá al final dejo también la anotación de las dos piezas que más me estimularon, “La Shrekita” en colaboración con la ceramista Mariangel Cole y la “Vasija Sherotega”, en colaboración con les artesanos Betty Carrillo y Roger Chavarría. Ambos productos colaborativos que renuevan por un lado la conversación respecto a iconografía y por el otro, una reconceptualización del trabajo en artesanía nacional, que en mi caso en específico remiten nostálgicamente a visitas de infancia a la zona de Guaitil en Guanacaste.

Texto por Juanjo Muñoz Knudsen

"Reseña" de Boceto de cuerpo entero

escrito por Juanjo Muñoz Knudsen
ilustraciones por
Ariel Bertarioni

Acabo de comenzar la segunda lectura del libro de poesía Boceto de cuerpo entero, de Melissa Valverde, publicado por Abecedaria Editoras en el 2022. Lo releo a menos de un mes de la primera lectura, porque quiero hacer algunas anotaciones y condensar mejor las impresiones que me generó en primera instancia. Contrasto su relectura con otros dos libros que durante las mañanas leo, uno es una colección de ensayos sobre el sonido, escrito por Yan Jun, un músico y poeta chino, parte de la Generación Dakou, la escena o subcultura que reparaba cassetes y discos desechados por norteamérica que durante los 80s y los 90s arribaron en China con daños intencionales para imposibilitar su reventa (en esto no fueron exitosos ya que se desarrolló todo un mercado underground para este tipo de productos). Además de esto, estoy leyendo un libro sobre hechizos, meditación, y las perspectivas de personas neurodivergentes que quieran sumarse a la práctica de brujería o “low/folk” magick. Son días en los que despierto junto a mi gato Ninja sin tener claro por qué leo lo que leo, qué se va sedimentando de ello o para qué. Lo anárquico de mis lecturas me permite no entrar en rutinas, hace unos meses leía a los cuentistas polacos más importantes del siglo XX por las mañanas y por las noches un libro muy interesante (que pienso ahora que debería releer) sobre el desarrollo del cerebro, el auge del hemisferio izquierdo y la opresión que surgió en las sociedades a medida que aparecía en su cultura un alfabeto. Pero bueno, esta antesala a lo que quiero decir no es más que presentar mis credenciales como lector comprometido, no con la literatura, sino con los libros y la voluntad de quienes los escriben. Puede que esto último sea un tanto engañoso, ya que quienes existen cerca de mí saben que hay mucho de lo que me quejo respecto a la creación literaria y el mercado editorial, en especial en un país como Costa Rica sin cultura de crítica literaria y que de la poca que ha habido siempre me ha parecido una especie de caja de resonancia de todo lo que rechazo.

Antes de seguir mal enviajando con mis dudas y frustraciones respecto a lo incompartible del hábito de la lectura, transformando frustraciones innombrables en críticas que parecen excusas que parecen críticas, voy a saltar de una al por qué escribo esto sobre un poemario el cual probablemente no habría leído si no hubiera intercambiado un par de palabras con la autora afuera de la feria de libros Patio Abierto. Un intercambio menor, yo todavía fumaba y estaba afuera de la casa donde se realiza la feria, Melissa había salido a recibir o enviar un paquete, notó mi camiseta ilustrada por una amiga en común y franqueó el espejismo atómico de mi timidez. Dos ediciones más de Patio Abierto y un texto publicado en Samoa tuvieron que pasar para adquirir el libro. Con esto lo que digo es que les autores, les editores, vivimos una situación realmente difícil de hacer llegar las obras a aquelles que han de apreciarlas, pero bueno, eso es tema para otro texto.

Hablemos de palabras importantes, que nos aguardan sutilmente, que por su ausencia en la literatura universal han acumulado suficiente poder como para desestabilizar contundentemente, una palabra como Vainica. Me es igual de difícil explicarle a Ninja por qué es tan importante el uso de esta palabra en un poema, que explicarle que la cuarta marcha de un carro va después de la tercera, pero eso no cambia nada, no hace menos luminosa la experiencia de que ese poema exista, de que esa palabra aparezca en ese punto del texto. No sé si fue intencional que ese sea el primer poema del libro, pero durante diciembre estuve revisitando discos importantes de cuando tenía 19 años y me enamoraba por primera vez. Así es diciembre para mí, un viaje en el tiempo a mis primeros años de la U, pero suave, antes de verme absorbido y distraído por el rememorar la experiencia de rememorar, explico lo que quería decir: las primeras notas de la primer canción de Unknown Pleasures de Joy Division me hablan de un tipo de organización lineal, previo a la fragmentación de nuestra capacidad de atención, así que la palabra Vainica son las sílabas que dan pie a la manifestación original de lo que este libro propone. O bueno, tal vez no, tal vez solo sea que el papel, incluso el digital, aguanta lo que uno le ponga y en este momento lo que estoy decidiendo ponerle es un puente entre la experiencia alentadora de la novedad a mis 19 años y lo revitalizador que cierto uso del lenguaje puede ser para mí luego de más de 8 años de editar literatura nacional. Quiero dejar como nota acá que el verdadero halago que deseo dar del libro no yace en mi apreciación por su lenguaje, Melissa, sino en la voluntad que me transmite a jugar con las palabras y las ideas a la hora de hablar de Boceto de cuerpo entero.

Decir algo puntual sobre un libro que estoy disfrutando me resulta difícil, ya que la atmósfera que me termina cubriendo me es una experiencia más grata que la comunicación pseudo-académica de las ideas alrededor de la poesía y sus partes. Me resulta más atractivo vibrar en la frecuencia de la inspiración literaria que experimentó Melissa y que intuimos todes aquelles que leen la obra (y que percibo al ver reflejada mi propia crianza en sus palabras). Como leer un meme sensible, como sentir la cola de un perrito que se emociona y que suave e involuntariamente toca nuestro pie, emociones de bajo impacto que abrigan la vida de sus puntos dramáticos, altos o bajos. Eso creo que es la inspiración, una degustación grata de los espacios simples, menores y, también, comunes (en sentido de que son compartidos con otres).

Veo que sigo sin decir mucho de lo que permita clasificar esto como una reseña del libro de Melissa Valverde, el otro día lo hice muy bien, estaba con Juli, Kamil y mi hermana, creo que Ashley también estaba. Era una celebración por que era diciembre, una fiesta en el patio de mi casa. Yo les decía que había leído un poemario que me sorprendió, que eso ya no me pasa, que los poemas a veces alcanzaban puntos altos, que el lenguaje se sentía auténtico y que eso es una gran carencia en el contexto nacional. No pude decir mucho más, necesitaba tener el poemario a mano para enseñarles detalles, pero estábamos en el patio y yo tenía que ir a hacer un gin tonic o tenía que ir a abrirle a alguien que me acababa de textear, que estaba afuera.

Entonces hagamos como que ustedes son Juli o Kamil o mi hermana o incluso Ashley, que creo que también estaba. Y cuando digo que el poemario aborda aspectos del embarazo o del vínculo de las mujeres con ello, un vínculo que muestra una experiencia amplísima, de muchas capas, tanto sutiles como agresivas, les enseño estas frases “Tuve una pesadilla / té de ruda / me susurraron unas señoras” - “Cargo seres que no son […] callo ante mi misma. / Recuerdo / solo soy un canal”.

Ser hombre y editar mujeres es una experiencia muy enriquecedora. Desde hace años leo de cerca el trabajo de Melina Valdelomar, una escritora que admiro un montón. Más recientemente observo de cerca la intimidad literaria de Món Morales. Ese espacio que conecta a una con la otra también está siendo habitado por Melissa Valverde, pero desde su propio lugar, desde la lucha que es entender misterios durante nuestros 20s, desde su infancia que a veces intuyo más rural que la de Melina o Mon, algo que atesoro y remite a mis propios veranos en Liberia y a las mujeres que me han criado y guiado. Eso último no dice nada si no se han leído sus poemas, o lo que dicen no hará más que desorientarnos, pero lo podría mencionar así: La herencia de las mujeres, que es sorprendente que se haya vuelto este misterio cuando en realidad es la forma original de dicha transferencia. Lo que recibimos de nuestres antepasades siempre ha estado mediado por una mujer, ya sea a la hora de nacer o que en las formas originales de nuestra organización social la paternidad no existía ya que el embarazo y el dar a luz eran una experiencia tan enigmática como mágica, que se observaba desde el silencio de la razón metódica y estéril y que solo tiene que ver con la mujer y su cuerpo del cual salimos, ese portal. ¿Cómo fue que perdimos eso? Son miles de años que habría que desanudar para poder responder esa pregunta, pero creo que en el trabajo de Melissa y Món y Melina y tantas otras autoras que topan con esa misma pregunta y crean esculturas, monumentos a esa duda, a esa certeza de la carencia que aqueja al mundo desencantado, el de la misoginia como orden lógico de acción.

La historia de todas las mujeres que ella es y reconoce, no hacen desaparecer la individualidad que genera la autenticidad en su poesía, más bien de alguna forma ese contraste lo fortalece, como la frase de Niels Böhr, que ha de provenir del budismo Zen, que dice que lo opuesto a una afirmación correcta es una afirmación errada, pero lo opuesto a una verdad profunda puede bien ser otra verdad profunda.



“En sus trenzas yacía la terquedad

de quien se casa a escondidas con un indiferente”

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“La basura de la mudanza
son mis diarios de sueños.
Ya no quiero conservarlos”


Ojo qué buenas esas líneas, Juli o Kamil o Ali o Ashley.

 

Abejón es de mayo

La casa productora eslash plataforma de nuevos talentos costarricense Multiespecies tendrá un showcase de su trabajo y del de sus colaboradores este sábado a partir de las 8 pm.

Abejón es de mayo es una propuesta interdisciplinaria e interdimensional, un punto de conecte de personas entre sí y con la sutil frontera entre el chivo y la fiesta. El evento reunirá trabajo audiovisual, musical y de iluminación atmosférica eslash ambientación (2do eslash [contador de eslashes que nadie pidió]).

Multiespecies busca integrar a la comunidad creativa nacional a nuevas propuestas de artistas y a sutiles referencias ecológicas que cada vez se entrecruzan más con los procesos de socialización.

Para este evento, el primero de una agenda diversa que trae Multiespecies para el 2022, se contará con un set acústico de MFLA desde una casa en el árbol, DJ set de Sonorae y DJ set de Amado (ambas propuestas de música electrónica que hacen olas en el ritmo cardiaco de los eventos noctámbulos, consideramos que será una serenata a las vibraciones mudas del trance).

Multiespecies es un proyecto dirigido por Jorge Salazar (Almohadita en Instagram), quien es arquitecto, productor cultural, músico, entre otras cosas igual de cálidas y admirables. Para esta nueva etapa del proyecto, cuenta con el apoyo de Anastasia Molina (comunicadora, artista musical) y Josué Garro (diseñador, artista visual), las manos derecha e izquierda del equipo. Pero Multiespecies en su consecuencia al retratar la convivencia ecológica que forma parte de cualquier dinámica viva integra numeroses colaboradores de otros proyectos y disciplinas.

Quizás por la influencia de Mercurio Retrógrado que inició el pasado martes 10 de mayo o el influjo del eclipse lunar del lunes 16 de mayo tendremos esa noche una confluencia energética que será bueno recibir agarradites de las manos.

A continuación una pequeña muestra del trabajo de los proyectos musicales que estarán ajustando las vibras del evento, como afinadores de un instrumento muy complejo, lleno de válvulas, electricidad y un espíritu caprichoso.

Todo bien? 3.0

 

Volvemos con la tercera entrega de Todo bien? - un intercambio interplanetario de fotógrafes jóvenes. Esta vez Mónica y Jos, entre El Salvador y México se cuentan un poco de sus cotidianidades a través de fotos. Al final de la página pueden encontrar el enlace a la publicación digital que hicimos con el material de su intercambio :))

Yos

 

La Publicación digital
que realizamos con el material de la correspondencia,
se descarga aquí.

Todo bien? 2.0 por acá

Todo bien? 1.0 por acá

EL ZEPELÍN SILENCIOSO ( iii. LZ 129 Hindenburg)

“El zepelín silencioso” aparece como capítulo XVI en la novela Salvapantallas, una novela armada con esquirlas de textos varios algunos escritos para la novela, otros escritos, digamos, premonitoriamente. El título es de un poema de Alexánder Obando (1958 -2020) y es él quien galvaniza los tres fragmentos que se publicaron por separado y en diferentes blogs en 2010.

XVI / EL ZEPELÍN SILENCIOSO

por Luis Chaves

iii. LZ 129 Hindenburg

El Hindenburg (nombre completo, LZ 129 Hindenburg) fue una de las dos aeronaves más grandes que se han construido en la historia. Era más largo que tres Jumbo jets. Un día de mayo de 1937, después de haber cruzado el Atlántico y a punto de aterrizar en Lakehurst, Nueva Jersey, una chispa de electricidad estática causó la ignición y combustión completa del dirigible en menos de 40 segundos. Hay registro cinematográfico de la tragedia en la que se ve a la enorme aeronave acercarse lentamente a tierra, ante la mirada de buena cantidad de público y prensa y, de pronto, el incendio en el aire y el desplome infernal entre gritos, estampidas y luego silencio. En el descampado donde iba a aterrizar aquella especie de nube de duraluminio quedó solo la estructura metálica retorcida, el esqueleto de un animal del Cretáceo.

Del incendio del Hindenburg queda un registro radiofónico que pasó la historia de forma inmediata. De hecho, la famosa adaptación a la radio que hizo Orson Welles apenas un año después (1938) de La guerra de los mundos (novela de H.G. Wells) se basó en la narración desesperada de Herbert Morrison sobre el siniestro del último zepelín tripulado.

***

Habían pasado diez meses desde la última vez que nos vimos. Era el final de agosto y escapábamos del sol asesino que nos castigaba en el cementerio donde familia, allegados, amigos y enemigos-de-pronto-amigos enterraban a Felipe. También escapábamos de ese ritual que nada tenía que ver con nosotros.

A la salida del cementerio o la entrada depende desde dónde se cuente, había una mesita con impresos sobre los precios de diversos tamaños de terrenos. Bromeamos con comprar uno de esos lotes entre varios de nosotros y usarlo como micro quinta para paseos de fin de semana, picnics, carnitas, etc. Pero el chiste duró poco. El carro que habíamos parqueado debajo de ninguna sombra era un baño sauna al que entramos puteando al día y a Dios pero sobre todo a Cartago, su clima y, ya con impulso, a sus habitantes.

En el carro íbamos tres: Álex Obando, Mariajo y yo. Desde que se conocieron, Alexánder le dice, como nadie más en el mundo, Marijó. Ella le dice Obando. Llegamos al portón de madera —pino subido de nivel con tinte oscuro—, entramos y parqueamos medio a la par medio debajo de una veranera. En una mesa en la terraza del restaurante nos esperaban otros desertores del entierro. Estaban Osvaldo Sauma y María Montero, Carlos Aguilar, Roberto Echeverría, César Maurel, Rudy, Luisfer y su esposa Lucía. Si pensara en el lector tendría que explicar quiénes son, pero estos nombres los digo para mí mismo, un poco como mantra. No, más bien como una forma de oración, una plegaria atea, secular. Una plegaria que no pide nada.

Ya sentados bajo sombra y rodeados por jardines, el sol dejó de parecer un adversario. Servimos vino en vasos de fresco, brindamos, conversamos con un ojo recorriendo el menú. Fue un almuerzo extendido, fluido, sin silencios incómodos. Era plena tarde de un día de semana y nadie parecía tener compromisos de trabajo, ni hijos ni horarios. En algún momento pensé que a un par de kilómetros acababan de depositar bajo tierra, ladrillos y cemento al mayor admirador de Álex, a su mejor intérprete. Pero por una vez supe callarme. Talvez inmediatamente después de esa concesión al dramatismo fue que supe con toda claridad que iba a escribir sobre Alexánder Obando. La certeza llegó no como un haz de luz ni nada por el estilo, más bien como un golpe de objeto contundente en la cabeza.

No sabía bien qué iba a contar ni cómo, eso vino después. Solamente supe que, en eso que aún no existía como texto, había algo que traspasaba como un perno de ballesta al protagonista, los personajes secundarios y los extras, algo que los atravesaba y seguía y llegaba más allá, más lejos, donde no alcanzaba la vista ni el pensamiento de ninguno. Una ballesta cuyo proyectil perforara el tiempo y llegara a un día de mayo de 1937 y estallara al dirigible que se desplomaba en llamas en un descampado de Lakehurst, Nueva Jersey.

Ilustración por Ariel Bertarioni

Ilustración por Ariel Bertarioni

Por un momento me llamo Herbert Morrison, el narrador radiofónico, y tengo el insólito destino de volver a contar lo mismo en otra época, lo mismo pero diferente. Lo mismo pero mejor porque esta vez la muerte es sólo un efecto literario. Alexander Obando había escrito dos libros sísmicos, en unos meses abandonaría el país de forma definitiva, en unos años será alcanzado por la ceguera que viene acortando distancia desde su juventud y eventualmente cerrará el paréntesis de fechas que todos cerramos. Esta mañana, sin embargo, vamos a corregir un par de cosas.

Suena el metal contra el vidrio de los almuerzos, suena el caudal del vino vertido en un vaso. Los demás seguimos conversando, la línea de la sombra cubre ya los carros. En este instante mismo, Álex se levanta de la mesa y va al baño a lavarse.

PARTE I

EL ZEPELÍN SILENCIOSO ( ii. Otro año malo)

“El zepelín silencioso” aparece como capítulo XVI en la novela Salvapantallas, una novela armada con esquirlas de textos varios algunos escritos para la novela, otros escritos, digamos, premonitoriamente. El título es de un poema de Alexánder Obando (1958 -2020) y es él quien galvaniza los tres fragmentos que se publicaron por separado y en diferentes blogs en 2010.

XVI / EL ZEPELÍN SILENCIOSO

por Luis Chaves

ii. Otro año malo


El 2008 fue un mal año. Aunque no lo parecía. No sugería ir más allá de las calamidades habituales de un año promedio. Sin embargo, visto a la distancia había sido un año de pequeñas catástrofes que, aparentemente aisladas y repartidas a lo largo de 365 días, estaban unidas por elementos comunes. Y algo todavía peor, por los elementos mismos que hicieron buenos a los meses buenos. Esto tendría que explicarlo mejor pero no sé cómo.

Por varios meses nos reunimos las noches de jueves en Barrio Escalante. En una casa esquinera de madera gris, frente a la ferrovía. La casa temblaba cada vez que pasaba el tren. Pero de una forma rara: por sectores autónomos, como se secan los perros. Estábamos distribuidos en los sillones de la sala y primero se sentía la vibración del piso en las plantas de los pies, algo leve, un hormigueo como de batería de nueve voltios (las cuadradas). Luego crujían las paredes con el sonido de envoltura de un confite gigante. Por último, el cielo raso y el techo se sacudían con una contundencia que se apagaba casi inmediatamente, como la estela de canción que deja un carro al pasar. Todo esto sucedía en ocho o diez segundos a lo sumo.

Cuando se llenaba el estadio, éramos diez personas pero en general la convocatoria de los jueves se detenía en seis o siete. Nos reuníamos con la excusa de un taller literario, yo era el coordinador. Las cosas que hace uno para salir de la casa y tomarse unas birras. Los talleres literarios son semejantes a los grupos de fútbol cinco o los cine foros, cosas que hace la gente después de su día de trabajo si le queda energía. Es una actividad inútil en la que unos pretenden aprender algo que nadie les puede enseñar. Quizás por eso nunca pagan. Nadie me forzó a abrir el taller. Pero a cerrarlo me iba a obligar, hacia el final del 2008, el motor diésel de la autoestima, nombre políticamente correcto del instinto de supervivencia.

La tarde del 20 de noviembre llegué, después de varias vueltas por un barrio que parecía una banda de Moebius, a recoger al escritor Alexánder Obando. Había aceptado acompañarnos como invitado especial al taller. Con dos novelas publicadas, Álex ya era el novelista de culto en el microcosmos de la literatura tica. La gente del taller estaba ansiosa por conocerlo y la invitación que se había postergado varias veces por fin se iba a concretar. Pasé por él a su casa en Tibás, accediendo a sus condiciones previas: —yo voy con todo gusto pero necesito transporte Tibás-taller-Tibás. —Le juré que yo mismo me encargaría de pasar por él y de depositarlo en su casa después de la lectura. Una vez montado, no sin dificultad por sus dimensiones y el hándicap de problemas de espalda, en el carro pidió algo más: —Es indispensable llevar Coca Cola. Ojalá light —pausa larga— dos litros. —Álex tenía tiempo de haber dejado el alcohol pero su sed, no quedaba duda, era de orden metafísico. En la primera pulpe cumplí, yo respeto la ansiedad del prójimo. De hecho, la mía la había resuelto un cuarto de hora antes en una transacción expedita carro-a-carro detrás de la iglesia de San Juan del Murciélago.

Ilustración por Ariel Bertarioni

Ilustración por Ariel Bertarioni

Desde el 99 no lo había vuelto a ver. Había leído sus novelas abrasivas, su blog, habíamos cruzado unos cuantos mails, pero ningún encuentro físico. De modo que cuando lo vi encanecido, más gordo y más neurótico lo disimulé con elegancia comentándole ¡mae, estás más canoso, más gordo y más neurótico que hace diez años! Claro que yo sufría el mismo deterioro, pero disparé primero.

Camino a Escalante nos tocó detenernos mientras cruzaba el tren. Ya oscurecía y los vagones, iluminados desde adentro, eran habitaciones en las que se reunía la familia de una casa rodante. En la cabina de un Renault prestado, haciendo el alto en silencio, viéndolos desde afuera, Álex y yo fuimos por breves segundos los hijos malogrados de aquella familia imaginaria. Pasó el tren, metí primera y atravesamos los rieles con dos rebotes secos que batieron los litros de gaseosa que Obando cargaba en brazos como un bebé. De ser una canción de Radiohead pasamos a protagonizar una de Wisin y Yandel.

Tipo 7:30 llegamos a la casa donde sí nos esperaban. Se había superado el récord de convocatoria, la noticia de que Alexánder Obando iba a leer en el taller reunió a más de quince personas en la sala. Eso, en un grupo de borders que se junta para comentar poemas, es estadio lleno a reventar. Caras nuevas y caras conocidas y entre ellas, en primera fila de la comitiva de recepción, estaba Felipe Granados. Un escritor del calibre y talla de Álex. De la talla literaria, se entiende. Feli era el fan número uno de su obra, se la sabía casi de memoria, la citaba constantemente y estaba convencido de que con El más violento paraíso, la primera novela de Obando, se había pasado página en la historia de la literatura costarricense. Eso es más o menos lo que opinaba Felipe.

Ya dije que el 2008 fue un mal año. Dije también que no parecía serlo. Después algo sobre los elementos comunes de las pequeñas catástrofes y de cómo esos elementos fueron los mismos de los meses buenos. Y no supe explicarlo bien. Tampoco ahora. Pero tengo algo para agregar a la confusión: esto que sigue no sé siquiera a qué parte del año pertenece, si a la buena o la mala.

Después de saludar y conversar un poco con la audiencia, Obando leyó algunos textos que todos escuchamos con gran atención en un semicírculo improvisado con un sofá, sillas y almohadones en el piso. Debajo de la voz de Álex se oía cada tanto la campana diminuta de un hielo contra el vaso, la detonación gaseosa de una lata de cerveza, alguien fumaba tabaco negro, otra no podía detener el resorte de su pierna. Hasta que Felipe, aprovechando una pausa del invitado estelar, pidió permiso para leer el pasaje de un capítulo que él consideraba especialmente hermoso de la novela. Capítulo 62, “El minotauro”. En la edición de la editorial Perro Azul ese capítulo se extiende de la página 445 a la 464. En la edición del sello Lanzallamas va de la 499 a la 520. Felipe usó la de Perro Azul, aún no existía la otra.

Álex estaba sentado en un sofá reclinable, una especie de asiento de primera clase de aerolínea de los 70, Pan Am por ejemplo. Felipe se había incorporado en el sofá en el que estuvo hundido mientras Obando leía. Ahora apoyaba apenas las nalgas en el borde, la espalda erguida, el libro abierto entre sus manos y empezaba a leer. Le costó el inicio por la emoción pero línea tras línea se fue adueñando de la lectura. Y de la sala. El capítulo 62 empezaba a tomar la forma de un zepelín silencioso suspendido sobre nosotros. La historia de Álex se había convertido en la voz de Felipe, su mayor admirador. Feli avanzaba con fluidez y con acentos precisos, daba la impresión de que entendía algo que Obando desconocía de su propio texto. Por unos minutos Feli, con su dentadura dañada, sus dedos amarillos, su anti-contextura, fue el intérprete, el decodificador del cerebro de Álex. Una emulsión inflamable y balsámica por partes iguales. Supongo que para entonces los demás escuchábamos inmóviles en nuestros lugares, los signos vitales al mínimo, con los ojos abiertos de esa forma que se diría que están cerrados.

Nunca supe cuántas páginas leyó, pero sé que cualquier lugar donde uno mirara era un punto fijo. Sé que aquello que se leía en voz alta era la combinación de ambos: uno lo había escrito, otro lo había entendido como nadie. De pronto eran el tándem demoledor, el dúo dinamita, el gordo y el flaco, Lennon y McCartney, Sundance Kid y Butch Cassidy, Hanna y Barbera, Pilo y Hernán, Thelma y Louise, Orfeo y Eurídice, Smith & Wesson ¡todos juntos! Aunque nadie lo decía, puedo apostar que todos los que presenciábamos eso que sucedía pensábamos lo mismo o algo muy parecido: estaba pasando el tren.

Cuando terminó la lectura, todo volvió a la normalidad, el zepelín desapareció, Álex ya no era el titán que había escrito aquello que acaba de leer Felipe, y éste regresó de inmediato a su cuerpo debilitado. Hubo comentarios emotivos, algunos tratamos de hacer chistes, todos fuimos por oleadas a la refri para sacar birras, bandejas de hielo, frascos de aceitunas. Cuando se acabó la gaseosa de Obando decidimos trasladarnos a un bar de La California. Obando pidió más Coca light, lo rodeaban con preguntas que él respondía con gracia y elocuencia. Parecía feliz. Felipe había abordado su nave rumbo a la Estrella de la Muerte. No lo vi más. Yo parecía un policía encubierto, paralizado en la salida del baño.

La noche se fue descomponiendo en sus elementos puros: ansiedad, desproporción e incertidumbre. Ya era tarde cuando Obando me recordó que faltaba la última parte del compromiso, devolverlo a Tibás. A esa altura yo me mantenía despierto por métodos artificiales y le dije que ni cagando —aunque no recuerdo si esas fueron las palabras exactas— pero que le podía dar plata para el taxi. Saqué un billete de diez mil que tenía en la bolsa de la camisa, lo desenrollé y se lo di. Iban a pasar 10 meses antes de volver a verlo.

Técnicamente ya era viernes, pero para los que quedábamos en la calle era todavía la noche del jueves. Como los sobrevivientes del Hindenburg, cada quien volvió a su casa como pudo. El taller no se reunió más en la casa frente a la línea del tren. El año siguió su curso y terminó sin mayores acontecimientos. O eso parecía.

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